miércoles, 1 de diciembre de 2010

Capítulo 1. Nací a la edad de cero años, lo demás ha ido surgiendo.

Nací a la edad de cero años, soltero y sin trabajo. Cuando la matrona salió de la habitación mi abuelo, que era mayor que yo, la sometió a un tercer grado preguntándole lo que todo el mundo preguntaba por aquel entonces. ¿Es niño o niña?  ¿Le falta algún dedo?
Yo, que por entonces era muy observador, al oír todo aquello recuerdo que me miré ahí abajo y me parecieron preguntas más que obvias. Estaba claro que era niño y además superdotado y no entendía por qué narices mi abuelo se preguntaba si me faltaba algún dedo.
Por un momento pensé que si alguien debía cuestionar algo era yo, que para eso era el recién llegado y no conocía nada de esas personas que me miraban, ni sabía nada de este nuevo mundo que ahora debía compartir con ellos. Se me ocurrieron unas cuantas preguntas que consideré importantes en aquél momento.
¿Puedo elegir mi nombre?  ¿Por qué guerra vamos? ¿Se me supondrá el valor en la mili? ¿Hay antecedentes en mi familia de parientes sin dedos?
Cuando decidí que iba compartir mis dudas con aquellos seres extraños me di cuenta que no podía articular palabra y me cagué. ¡Qué vergüenza! Os aseguro que pasar doce meses con cero años es muy duro pero hay que pasarlos para poder inaugurar el marcador de la vida. Cuando te acostumbras a vivir cuesta menos y empiezas a descubrir placeres que sólo echas de menos cuando no los tienes.
Entre placer y placer, de joven descubrí los huevos. Los huevos de gallina, los otros los había descubierto nada más nacer que para eso era superdotado. Me encantaban los huevos hechos de cualquier manera. Pasados por agua, duros, en tortilla... pero sobre todo me gustaban los fritos con puntilla. Me gustaban tanto que sólo quería comer huevos fritos y los pedía de dos en dos. Mi madre me hacía sólo uno, alegando el famoso “Cuando seas padre comerás dos huevos” Tal vez no fuera consciente que ella misma me estaba dando la solución, si para comer dos huevos tengo que hacerme padre, por mis huevos que me hago padre. Total que le dije que quería ingresar en un seminario. Mi madre me dijo que estaba loco, discutimos y esa noche en la cena me puso, como de costumbre, sólo un huevo. De lo cabreado que estaba no se me ocurrió otra cosa que decir “Pues, me importa un huevo” y mi madre contestó “Pues como no te importa un huevo, te lo quito". Se lo dio a mi padre que, curiosamente siempre, comía sólo uno. Ese día descubrí que con una madre no puede ni su propia madre.
Mi abuelo, que era muy sabio, acostumbraba a hablar muy flojo. Decía que si hablabas con poco volumen y decías tonterías la gente no te hacía caso, pero cuando oían algo de su interés prestaban más atención que si lo pregonabas a los cuatro vientos. Lo malo fue cuando empezó a perder oído y empezó a hablar a todo el mundo gritando y a soltar todas las tonterías que no habíamos oído en años. Un día llegó a llamar a mi padre tonto y que no se enteraba de nada, ni siquiera de las indirectas de mi madre cuando le ponía sólo un huevo en la cena. Desde aquel día mi padre se puso a hablar flojo y empezó el duro camino para llegar a ser sabio.
Cuando cumplí seis años, nació mi hermana también a la edad de cero años. Para celebrarlo mi madre le hizo a mi padre dos huevos esa misma noche. Nació también soltera y sin trabajo, como yo, que para eso era su hermano mayor y debía tomar ejemplo. Lo primero que hice, al verla, fue contestarle las preguntas que yo mismo me hice cuando vine a este mundo. Mira maja, mejor  que te pongamos nosotros el nombre, porque “Ungué” no es un buen nombre español, aunque en una tribu africana pasaría desapercibido. A pesar de no haberlo dado todavía en el cole, te puedo informar que la segunda guerra mundial ya ha pasado y por lo del valor en la mili no te preocupes que las chicas de hoy sólo hacéis “vuestras labores”. Cuando le iba a contar lo de los antecedentes familiares y los dedos, me di cuenta que a mi hermana le faltaba uno y estuve traumatizado durante casi cuatro años hasta que mi mejor amigo Falete me dijo que las niñas no tienen el dedo aspersor como el que teníamos él y yo.
De mi infancia, los mejores recuerdos fueron los comienzos en el colegio y los lápices de colores que curiosamente se llamaban “Alpino” como el ambientador del seiscientos de mi papá. Nuestra seño nos dijo que aunque se llamaban así, estaban hechos de madera de cedro.  Esa tarde se lo dije a mi madre: Mamá, me gustaría tener madera de “cerdo” como nos ha dicho hoy la seño. No sé qué pasó, mi madre dio un salto y salió corriendo. Al rato regresó a casa diciendo a voz en grito (porque mi madre no sería sabia, pero cuando hablaba a gritos la sabiduría y la razón pasaban un segundo plano):  ¡¡¡Mi niño, un cerdo!!! Si lo llevo al cole como una patena, que es que le limpio hasta detrás de las orejas. Al día siguiente salí de casa con las orejas más coloradas que de costumbre y camino de mi nuevo colegio. Allí fue donde conocí a mi mejor amigo Falete.
A Falete le llamábamos así porque le gustaba coleccionarse todos los álbumes de cromos que salían, y como no tenía un duro siempre que cambiábamos cromos él decía “ete me fal”, “me fal ete”. El día que le regalé mi álbum completo de “Vida y Color” me dio tal abrazo que me puse a temblar tanto que, ese día, entendí que si algo puede cambiar el mundo es un buen abrazo. Ese abrazo selló nuestra gran amistad. Su padre era sargento de los cuerpos de seguridad de la guardia civil y aunque tenía pistola la que mandaba en su casa era su madre, que ella sí que era el verdadero cuerpo. El sargento algunas tardes nos sentaba a cada uno en una pierna y nos contaba historias de vagos y maleantes que nos aterrorizaban bastante. Pero yo me sentía seguro, pues la madre de Falete siempre estaba de vigilancia en la cocina. La primera vez que vi al padre de Falete con el uniforme benemérito, decidí que de mayor sería cualquier cosa menos guardia civil. ¿Quién coño les había diseñado ese…? ¿gorro? ¿sombrero? No había visto cosa igual en mi vida, y encima se llamaba tricornio. ¿Es que se ponían entre ellos los cuernos cuando les cambiaban de pareja cuando patrullaban? El caso es que prometí que jamás haría el ridículo poniéndome semejante cosa de charol y tan poco ergonómica en mi cabeza. ¿Y esos bigotes? El padre de Falete tenía un mostacho tan largo y tan poblado que se tenía que tomar la sopa con paja y en las fiestas que hacían el día de las fuerzas armadas hacía de ventrílocuo con gran éxito. Pero este impresionante mostacho y el hecho de ser un defensor de los derechos de quienes defendían esos derechos, no le impidió que su celosa mujer, un día, le pusiera de patitas en la calle. Total porque una noche de guardia el pobre hombre tuvo que dormir en el suelo del calabozo y se levantó hecho polvo. Al llegar a casa soltó “esta noche he dormido con dolores”. Falete me contó después que su padre durmió una semana más en el cuartelillo con más dolores y su vecina Dolores nunca más apareció por su casa.

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